La farsante

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Bueno, bienvenidos al misterioso caso del blog que se actualiza con suerte una vez al año. ¿Qué quieren que les diga? Me paso los días escribiendo de una variedad pasmosa de cuestiones por las que, en fin, me pagan: circunstancia que convierte ese ejercicio en concreto en una actividad mucho más apremiante, cuando no, totalizadora.

He venido a este rinconcito, aprovechando un tirón de insomnio, para hablarles de uno de mis temas favoritos: yo.

philomenacunk1

Diane Morgan as her most famous creation.

Evidentemente, esta no soy yo: es la gran Diane Morgan metida en el papel de su Philomena Cunk (que debe ser lo más parecido que ha encontrado fonéticamente a Phenomenal Cunt, o lo mismo son sólo ilusiones mías). Desde el nacimiento de Cunk (empecinadamente estúpida), el dedicarse a ser presentador de documentales históricos  es una tarea maldita: el paradigma se ha ido al carajo, resulta imposible tomárselo en serio. Incluso si uno es Lucy Worsley (oh, wait).

¿De qué va Cunk? Pues. básicamente, de esto:

Lo cierto es que nunca me he sentido más identificada con nadie en toda mi carrera.  Soy Philomena Cunk rediviva, si es que Philomena Cunk fuera capaz de tener un sentido del autoconcepto no muy errado.  Así de preparada, impactante y letal me veo en las entrevistas, cada vez que toco un tema. Siempre sucede pero, muy especialmente,  en el ámbito literario: lo que no deja de ser curioso porque esa es, se supone, mi especialización. Una vida leyendo (tengo miopía magna y dos desprendimientos de retina: paguita, ya) hace que semejante decantación no suene extraña. Le admito la fuerza de la lógica. Una vida leyendo (aunque cada vez, menos; y, desde luego, el cómputo de libros que me calzo por libre voluntad es cada vez más miserable) no quiere decir, sin embargo, que sepa lo que estoy haciendo.

Yo trato lo literato pero, digamos, lo literato me trata a mí más bien poquito. Los periodistas culturales se dedican básicamente a eso: a ser culturales. Yo ni siquiera llegaba a la medida en la que te dejan montarte en la noria cuando era cultureta a tiempo completo: imaginen ahora, que un día me toca hablar con un catedrático de Penal; otro, con una florista; y otro, con alguna joven promesa de las letras locales -y no me quejo: mucho más interesante así-. Si ya llegaba a los eventos literarios sacudiéndome el pelo de la dehesa, ahora la sensación es de ser una leprosa. «¿Te has leído el último de Martínez de Pisón?», todo el mundo se ha leído el último de Martínez de Pisón, y tiene opiniones enjundiosas al respecto. Yo sólo bebo. «¿Viste lo que ha escrito Vicente Luis Mora sobre la precarización del mundo del libro?». Todo el mundo opina que es brillante, profundísimo, implacable. Yo me pido otro cava. «¿En qué estás ahora?», se preguntan en el corrillo, y mientras uno traduce a Yeats, otro hace una biografía de Caravaggio y otro escribe una novela metaliteraria. «¿Y tú, Pili?». «A mí no me miréis: yo estoy muy ocupada siendo Lou Andreas-Salomé. O, mejor, Pepín Bello», pienso, no digo, mientras sorbo mi gintonic con pajita. Todos tienen códigos y se dan palmaditas y yo, mientras me siento la labor social de todo aquello, me digo que también tiene su valor hablar con un catedrático de Penal,  y una florista, y un escritor de lo que sea, en una misma semana y no parecer retrasada del todo. Y pienso -malvadamente, para sobrevivir- que Fernando Aramburu retrataba muy bien el tema en Ávidas pretensiones,  y que debería ir cambiando mi cara de pasmo por una cara  de póker acorde con las circunstancias.

El hecho de ser consciente de no saber de absolutamente nada y de ganarme la vida con algo (escribir), que es una habilidad desfasada e inútil, me hace temblar de miedo ante perspectivas como «reinventarse». ¿Reinventarse con qué? Por los clavos de Cristo, ¡si no sé ni conducir!  La vida leyendo y escribiendo no me haría mala editora de trincheras: la experiencia me hace ver los fallos en un texto como el que ve los fallos en un código. Puedo leer algo e ir formándome, en una pantalla paralela, cómo sería su mejor versión (es un don con el que se sufre mucho, no crean).  Tampoco lo veo digno de ovación: es como si te ponen por delante una bandeja con distintos cortes de jamón y te vas directa al 5J de Dehesa: «¡Increíble, señora! ¡Qué habilidad inaudita! ¿Cómo lo ha hecho?». El olfato me hace detectar, no sólo títulos que van a traducir más allá de lo evidente (nombre, premios), sino algún que otro invento que el autor ha publicado en Amazon y que luego veo rular por aquí, con un sello convencional y medio potente en el lomo. No es mala cualidad: pero, de nuevo, crematísticamente es un fiasco. Entre otras cosas, no sólo hay mil como yo, sino que ser capaz de detectar un buen libro no es exactamente lo mismo (carraspeo) que ser capaz de detectar un libro que vaya a vender.

Hace un par de años, me saqué una titulación en traducción. Es un título (el DipTrans) con cierta fama de castañoso y que ha visto descender varios peldaños su prestigio por el hecho de que yo lo apruebe. Algo que se ha debido, por supuesto y no pienso entrar en discusiones sobre ello, a la suerte. ¿Qué he hecho al respecto desde entonces? Apenas nada. También, al respecto y no al respecto desde entonces, me dedico a trabajar a jornada completa y partida, con una niña pequeña y sin ayuda (no son quejas: son hechos). De hecho, hoy alguien me comentaba algo así como: «Eh, qué es de ese título, no lo estás aprovechando un carajo, ¿qué te pasa?», y en mi mente se desarrolló una escena paralela y gore digna de los mejores momentos de Rasca y Pica.

En fin: no hay salvación posible. Como decía el protagonista de Gone Girl, hubo una época impensable en la que uno podía vivir de lo que escribía. Es decir: una época en la que el saber escribir y todo lo relacionado con esta actividad pasaban por ser valores cotizables. Gillian Flynn lo sabe bien porque a ella misma la invitaron a desocupar la redacción con premura en los primeros años de la crisis.

Y sí, me pueden decir que esto no es más que el Síndrome de la Impostora. Que seguro que no todo es como yo lo digo y que ese es precisamente un rasgo propio de las personas exigentes, con éxito, en la cresta de todas las olas. Que Kate Winslet lo sufre. Y yo respondo que existe un baremo clarísimo para medir la diferencia entre una realidad y la otra: la cuenta corriente de Kate Winslet frente a la mía.

Primos cercanos

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A veces lo parezco, pero no soy una animalista talibana. Un ocho en una escala de diez, digamos. Nunca podría formar parte de una merienda de veganos por ese problemilla adictivo que tengo con el jamón de bellota aunque poca diferencia hay a veces (problemilla adictivo aparte) entre mi dieta y la de un vegetariano. Y a muchos de los bichos por los que me indigno y a los que pago un puñadito de alfalfa no los tendría en mi patio. Me encantan los burritos -el proceso de identificación es inevitable: yo también soy cabezona, iracunda, dulcera, pequeña, peluda y con brillantes ojos como carbón- pero, ¿tendría alguno en mi supuesta casa de campo? No sé, no sé.

Algo parecido me ocurre con nuestros queridos primos. Los grandes simios son bichos feuchos, escandalosos, poco elegantes. Los guepardos, está claro, nunca les permitirían entrar en su club de señoritos. Son, en definitiva, exactamente como nosotros tras una semana sin ducharnos. Como cualquiera que haya visto algún documental sobre ellos puede decir, su comportamiento es acojonantemente parecido al nuestro. Y, como cualquiera que haya tenido un mínimo contacto con ellos puede corroborar, es difícilmente descriptible la sensación que se tiene cuando te miran. Desde luego, su mirada es la nuestra: cuando sientes eso, es difícil que el corazón no se te estomague, o lo mismo es al revés. ¿Qué diferencia hay, al cabo -piensa uno-, en ese uno por ciento de material genético que nos separa?

Precisamente, el chimpancé brutal que habita en mí me grita (a cada cual le grita lo que estima propio) que todo aquel que mata a un astado de veinte puntas, a un caballo, a un guepardo, a un elefante, a un lobo merece ser entregado a la Casa Boltón, a que practiquen con él sus cositas. Y esa suerte sería mejor que si me lo entregaran a mí fuera de la cobertura civilizada de un Estado de derecho.

Más allá de mi desbarrado código, los grandes primates son una de las especies más amenazadas en este holocausto medioambiental que estamos protagonizando, con grupos desapareciendo año tras año y registros diezmándose año tras año. Los especialistas dudan mucho, por ejemplo, que el bonobo -una especie muy curiosa: matriarcal y poco violenta- sobreviva a esta década.

Hace poco, hablando con el responsable de Proyecto Gran Simio en España, me comentaba uno de esos datos que te dan la medida del caso: para pillar a una cría de chimpancé, de bonobo, de gorila, de orangután -que son las piezas más preciadas, las que mejor se mueven en el mercado-, hace falta matar al menos a diez adultos. A toda la familia o a todo el grupo, porque defienden a los pequeños a muerte. Para colmo, sólo el 10% de estos bebés consiguen llegar vivos a destino: la mayoría mueren de hambre o asfixiados durante el viaje, o acusan el frío.

Como bonus track, aquí dejo un par de vídeos. En uno de ellos, unos monos (langures) creen que una de sus crías ha muerto (es un muñeco, pero resulta tremendo ver la reacción). En otro, una chimpancé adopta como mascota a un gatito salvaje -¿qué es una moñas sin su gato?-. Imposible, en ambos casos, no empatizar.

La pequeña cerillera

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No puedo evitarlo, va más allá de mí misma. La felicidad última que para Holly Golightly se resumía en un escaparate de Tiffany´s, a mí se me representa en una casa trufada de adornos de Navidad. Cada uno tiene sus placeres culpables y el mío, qué le vamos a hacer, es ese. En cuanto el comercio abre la veda, me quedo contemplando los escaparates llenos de lucecitas y moñadas no tanto como la tierna criatura de Capote, sino como la pequeña cerillera, la pobre criatura a la que Andersen (ese hombre cruel) decidió matar de frío mientras espiaba por las ventanas la felicidad navideña de los demás (Hazte a un lado Ken Loach. Perdona).

En fin. Que esta vez estoy de buen humor y he decidido contemplar mis hallazgos con quien se acerque. Perdonen ustedes la moñez: a mí me hace feliz esta recopilación de lazos y campanitas. Lo mismo alguien se siente inspirado.

La tarta es de manzana y mora y las bebidas, un Jingle Juice Holiday Punch  y el otro, más fácil, una mezcla de cava, zumo de arándanos y frambuesas. La mayor parte de las ideas, de brostecopenhagen.com. Casitas similares en Zara Home.

 

Las bolas de Navidad, parecidas en Zara Home; haz de luces, en Casa; guirnalda dorada en Rockett & St. George. El pastel es panettone relleno de mermelada de naranja y la bebida es un Ginger & Prosseco Cocktail, que hacen mezclando ginger ale (1) y proseco (2) muy fríos. En la foto, han mojado y pasado el borde de la copa por una de azúcar granulado y jengibre en polvo y la han adornado con algodón de azúcar.

 

 

La mayor parte de las ideas, choriceadas de redonline.co.uk y housetohome.co.uk.

Esto no es una lista de libros para Navidad

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buxton

Librería en Buxton, Reino Unido.

Aunque, bien mirado, podría serlo. Gran parte de mi tiempo lo dedico a hablar de libros y de y con sus autores. Me pagan por eso y, precisamente por ello, no suelo hablar jamás del tema en mi vida normal. Ocurre que, en los últimos meses, he tenido la suerte de ir leyendo, por obligación y devoción, una serie de títulos que me han resultado tan excepcionales que hasta me han hecho pensar que es una suerte tener esas «obligaciones».

*El verano nos recibió a todos en general y a mí en particular con El azar y viceversa, de Benítez Reyes. Se ha dicho de todo, y todo bueno, de esta novela. Sólo puedo apuntar que en mí recayó primero y que empecé a extender el virus con saña apocalíptica. Digamos que hacer una historia pseudogótica ambientada en el Londres victoriano que me guste es algo relativamente fácil. Hacer una historia en torno a un pícaro contemporáneo y conseguir que me encante es meritorio y dice mucho de la habilidad del narrador. Felipe Benítez Reyes nos presenta los días y las noches de Antonio, un buscavidas que pasa su adolescencia y primera juventud en la dicotómica realidad que presentaba la Rota de los años sesenta-setenta: por un lado, afianzada en el provincianismo casposo propio de la España de la época; por otro, hipnotizada y permeada por la influencia de la cercanía de la Base norteamericana. What a time to be alive, en efecto y sin coña. Nos recuerda, además, una circunstancia que incluso los que vivimos aquí tendemos a olvidar: la condición de frontera, de far west absoluto que la geografía dará siempre a la provincia gaditana y en la que la presencia yanki no ha hecho más que abundar. Benítez Reyes utiliza referencias propias para urdir una trama de picaresca que nos hace recordar, como si fuera un antepasado cercano, al Juan Cantueso de La canción del pirata. Y lo hace con un uso del lenguaje espectacular, como escribiría un autor del Siglo de Oro si lo trasladáramos a nuestra época quitándole el peso de los siglos.

*Una chica con pistola: Ya hablé aquí de la novela de Amy Stewart, historia que recreó a partir de un más que curioso incidente que la llevó hasta un más que curioso personaje -tan enjundioso, en efecto, que ya salido publicada en Estados Unidos una segunda parte de la historia-. La novela es un ejemplo de que una historia no tiene que ser trepidante, ni cursi, ni pretendidamente intelectual, ni vehementemente anodina para ser una buena historia. Para merecer una buena narración. Eso es justo lo que hace Amy Stewart a partir de la anécdota de la grandullona Constance Kopp esperando armada en una esquina y de la calesa de las hermanas arrollada por el automóvil del magnate local. La de las Kopp era una muestra de la lucha del débil contra el fuerte en una realidad en la que esa lucha tenía (tiene) tan pocas posibilidades de prosperar que ni se planteaba.

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*Azul Marino: Rosa Ribas y Sabine Hofmann cierran con este libro su trilogía sobre la periodista con vocación de detective Ana Martí: un personaje que nos ayuda a recorrer la Barcelona de posguerra en la década de 1950. Toda la trilogía merece la pena, pero esta última entrega, lo merece de manera especial. La intriga aquí es casi lo de menos: lo de más lo son el escenario y el clima de terror (terror de verdad, cotidiano, terror real) que se nos va presentando entre bambalinas. El terror cotidiano lo enhebran, sí, la crueldad, el desprecio, la violencia, la exclusión. Pero todos esos parámetros, para pasar de nivel en la escala, han de hacerlo mediante la desestructuración: mediante la ocultación, el secreto, la luz de gas, el «algo no es como me cuentan». Un plus que, en la sociedad franquista, era connatural. ¿Qué más terror que la caridad mal entendida, despreciativa y supremacista, autocoplaciente? ¿Qué casa encantada más terrible que aquel caserón que se nos relata, donde van a morir las putas? ¿Qué infierno más depurado, más conseguido, que el de un orfanato de niños considerados lumpen?

(Queremos recordar aquí con especial cariño al desalmado Vallejo-Nájera y sus teorías sobre el «gen rojo»)

(Y recordamos de hecho, con especial cariño pero sin ironía, a González-Ledesma, el hombre que escribía novelitas del oeste. Y de amor)

Para colmo, a mí sólo me queda pedir que un día Siruela arrastre a Rosa Ribas hasta el sur desde la mismita Alemania, a ver si nos desvirtualizamos, porque por teléfono nos caemos muy bien.

*Material sensible, de Neil Gaiman. El libro de mis vacaciones. Al contrario que Benítez Reyes, Neil Gaiman tiene en mi un caso fácil, un caso plano, un caso en el que no se tiene que ganar al lector. Todo lo que ingenie, me lo voy a comer con extra de patatas. Es amor verdadero, y el amor verdadero dura para siempre, que decía Emma Thompson en Love Actually. No puedo decir lo mucho que he disfrutado este puñado de relatos (que, raro en una antología, no resultan demasiado irregulares entre ellos). Gaiman tiene la virtud de meterse en mi cerebro, encontrar lo que anda suelto y tejerse un universo: cómo no me va a gustar. En Material sensible, demuestra seguir dominando lo inquietante (Lo que pasa con Casandra, Terminaciones femeninas) o el manejo del miedo (Clic-clac, el sonajero: alguien debería decirle que sus cuentos de miedo para niños no son para niños) y, también -una de sus grandes cualidades-, que no es un narrador solemne, que sabe reírse (de sí mismo, de ese universo que todos compartimos), como vemos en Naranja o en Y llora, como Alejandro. Fiel a su fuente, Gaiman reúne aquí varios relatos en honor a los mitos comunes como Las nada en punto (Dr. Who) o El caso de la muerte y la miel (con un anciano Holmes como protagonista y que todos desearíamos tan fuertemente que fuera real real real, si desde el principio no fuera ficción, claro). Y, gracias a los dioses y de manera inevitable,  historias bebidas de los cuentos tradicionales y del lore celta, donde Neil Gaiman muestra auténtica maestría, como En Relig Odhráim, su versión de la Bella Durmiente (La joven durmiente y el uso), Ceñirse a las formalidades (Neil no lo sabe, pero escribió ese cuento-poema para mí, para mí, para mí) o La verdad es una cueva en las montañas negras que es, seguido muy de cerca por Black Dog, el mejor relato del cuento. Uno de los mejores relatos, de hecho, que he leído en toda mi vida de lectora miope.

*Cuaderno de vacaciones. En general, no leo poesía por gusto. No me encuentro con capacidad para decir si un poemario es bueno, malo o mediocre. Si es cierto que, entre las magras excepciones, se encuentra Luis Alberto de Cuenca. Escrito en verano -el periodo que dice dedicar a la creación-, Cuaderno de vacaciones es el poemario con el que ganó el Premio Nacional de Poesía en 2015. No tengo un dominio de la autoría general del mundo mundial, pero sí estoy convencida de que Luis Alberto de Cuenca debe ser uno de lo pocos autores capaces de hacernos cotidianos, sin perder la elegancia, a mitos y referentes clásicos, que uno hace siempre en la boca (el cliché es el cliché) de gentes doctas y apolilladas. Uno de los pocos, también, de elevar de escala, a pura letra, las miserias y maravillas cotidianas. Las referencias de Luis Alberto de Cuenca siguen aquí vigentes (unas referencias que curiosamente comparte, en muchos casos, con Neil Gaiman) y que entiende de la misma manera: lo nuclear, el mito, los ritos, los cuentos tan sabidos, mil veces contados, están para meterles mano y hacerlos nuestros y contarlos una y otra y otra vez («Estas cosas no pasaron nunca, pero suceden siempre», o algo así decía Salustio). Dos conclusiones -entre muchas, imagino- tras la lectura de Cuaderno de vacaciones: que el amor no es ridículo, por mucho que así lo pinten; y que aquello que nos salva la vida cuando somos niños es lo que nos la sigue salvando, si somos lo suficientemente sabios, cuando llegamos a adultos («Pero su fuego sigue ardiendo/en mis victoriosas mañanas,/ tantos años después, y alumbra/ la noche oscura de mi alma»).

( Y la elaboración de esta entrada me pilla leyendo Piel de lobo, lo último de Lara Moreno, y Una detective inesperada, que traduce al castellano Siruela. Como dije, hay veces que casi pienso que tengo suerte).

La felicidad

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Una de las primeras cosas que se aprenden con una depresión es que la posibilidad de que se repita el episodio es bastante probable. No recuerdo con exactitud el porcentaje, aunque creo que rondaba el cincuenta por ciento: una moneda al aire. Así que te dicen que tienes que estar alerta, con las pocas armas que has conseguido arramblar a punto -pues tampoco es que sean tantas, ni tan letales-. La eventualidad de toparte de nuevo con lo oscuro que te absorbe es tan horrible que uno se promete a sí mismo que nunca más sucederá, ya tenga que mentir, robar, mendigar o matar. El perro negro no conseguirá arrastrarme. El demogorgon no conseguirá arrastrarme

Es muy difícil describir la depresión a alguien que no la haya pasado. Para Churchill era la bestia negra, y sus razones tenía: no me pregunten por qué pero la depresión es lo oscuro. Y una vez te agarra, es cierto, te arrastra a degüello hasta su guarida. La otra gran cualidad de la depresión es que te hunde: es muchísimo más glotona que la gravedad. Quien quiera que ideara aquel atroz castigo de la rueda de molino y las aguas oscuras no debería ser ajeno al mal que hasta hace poco se definía como «melancolía».

demogorgonSiempre he odiado los libros de autoayuda. Durante la depresión, aprendí a que me inspiraran furia asesina. Es una reacción semejante, ahora que pienso, a la que he mantenido a lo largo de mi vida con las comedias románticas y los descalabros amorosos: si en la vida normal muy pocas veces las películas del género me apartaban de la náusea (aunque tengo hasta mis favoritas: soy humana) (y mis favoritas las habré podido ver como veinte veces cada una), tras una ruptura me producían un sarpullido intenso -lo único que me apetecía ver, de hecho, eran pelis de acción con explosiones, venganzas y una suculenta ristra de muertos-. Imaginen el rollo autoayuda tras haber paseado por los reinos del demogorgon, pues esa es otra gran característica de la depresión: todo tu universo se transmuta, de repente, en pesadilla. Tus gustos hieren, hieden, se hacen insultantes. Tu mundo resulta aterrador, lleno de trampas.

Lo he dicho alguna otra vez pero lo vuelvo a repetir aquí por si a alguien le ayuda: la persona que mejor ha reflejado -de manera no insultante- lo que es la depresión es Allie Brosh (Bill Gates también lo cree).

hyper

Como la vida es cíclica, digamos que actualmente tengo encima otro periodo de incertidumbre. Y aunque las circunstancias son bien distintas a las de la depresión, ya digo que te hacen estar alerta, con los infrarojos listos por si se cuela la bestia oscura. Y el otro día, iba de vuelta a casa por el paseo marítimo cuando concluí que estaba viendo un despliegue de auténtica felicidad. Fue algo sorprendente y fruto de la educación. Vivo en una ciudad de vacaciones con un alto concepto de Marina D´Ors en sí misma. No es un sitio de veraneo hipster (el rincón hipster está un poco más allá), ni es el penúltimo rincón a descubrir (ese no sé dónde está), ni la cala dorada de los realmente ricos (eso, también un poco más allá) . Es un sitio en el que, sobre todo, veranean familias en todo su amplio concepto. Y la selecta clientela de los chiringos baja con sus pincitas en el pelo creyendo que es fetén y `puede pedirse un bitter kas no porque sea una modernez, sino porque son así de antiguos, o una piña colada porque fue lo que pidieron hace veinte años y mantienen la superstición caribe de que sigue siendo algo super exótico. Y los paseantes del paseo no tienen problema en salir a dar una vuelta en pantalones cortos con cordones en las gafas o con un top de lentejuelas verdes sobre michelines, haciendo uso de un arriesgado estilismo que haría palidecer a un duende gordo -porque es fiesta, cuerno, y es por la Noche en Embriagador Lugar, a la Orilla del Mar Océano, Donde Todo Es Posible-.  Cerca flotaban las bombillas de verbena -esas de antes que ya me gustaban antes, igual que el bitter kas- de un chiringo estiloso.

Y me sorprendi a mí misma pensando que todo era estupendo.

Nada raro en la resonancia,  ¿verdad, doctor?

bombillas

La economista camuflada en La Viña

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Tome el observador curioso un camino, sea cual sea, y verá que este conduce directo no a Roma, sino al implacable ámbito de los economistas camuflados. En este caso, la economista camuflada que subscribe escogió como objeto de estudio el apasionante camino que va de su casa al trabajo. O del que era camino del trabajo a su casa, más bien. Ha de decir la que subscribe que su barrio tenía (tiene: la economista camuflada se ha mudado) una serie de peculiaridades que lo hacían único. Se vende como barrio lleno de tipismo y color -y lo es, vive Dios-. Al mismo tiempo, ostenta una naturaleza de  barrio popular, que traducido resulta: no poco paro, no poca infravivienda, no poca picaresca. Vivir en el barrio (uno parece de Queens con esta frase) da, además, un plus de autenticidad. «Sigo viviendo donde he vivido siempre», insistía al llegar al Ayuntamiento el alcalde de la ciudad, como sello de coherencia, compromiso con «la gente» y fidelidad a sus orígenes.
Hablamos, en fin, de un barrio muy barrio.
Cualquiera que recorra los cien metros de una de sus principales calles podrá contar: dos o tres locales cerrados; tres sucursales bancarias; una autoescuela en la que también se puede sacar el título de manipulador de alimentos; una mercería; una pastelería; una tienda de suelos y revestimientos; dos quioscos (¡milagro!), un cash&carry, una enorme farmacia y una pequeña frutería. No es un detalle nimio, este último, pues no es el único negocio del tipo en los alrededores: en el sector de la alimentación, las fruterías son el negocio minorista que menos riesgo supone. La licencia de apertura no es alta, la infraestructura es más sencilla que en pescaderías o carnicerías y >el margen de ganancias puede ser mayor.
Junto a las fruterías , otro negocio compite con banderitas sobre el mapa: el de las peluquerías. Tres en la misma calle, otro local un poco más adelante. Una de ellas, academia de corte con precios imbatibles -«¡Los martes, con el color, corte gratis!»-. ¿Qué es de un cani -se dice la economista malévola, no sin atizarse con el flagelo de la corrección política tras haber leído Chavs– sin su peluquería? A los despachos de trasquile les acompaña, cual flor exótica, un centro de tatuajes -¿qué es de un cani sin sus tattoos?-.

barbershop

Interior de la barbershop de Manolo Román en La Viña, choriceada de su Facebook.

Tan asentado está el ramo que incluso ha evolucionado sumergiéndose en las aguas de lo moderno en forma de hipsterismo. Una de las peluquerías es ahora de esas peluquerías de mostacho, donde pelan a los chicos como a los actores de Peaky Blinders y les ponen la loción del abuelo.
No se ven, sin embargo, tiendas «delicadas» -¿dónde te has creído que estás, economista? ¿En Sant Gervasi?-. Ni tiendas de ropa con o sin mimo, ni zapaterías con o sin mimo, ni tiendas de decoración con o sin inspiración sueca. Un par de veinte duros del moro -con pinta de sobrevivir al Armageddon- ponen el parche a desavíos varios.
NIngún barrio podría entrar en el club de barrios típicos y llenos de colorido sin su ristra de lugares para beber y comer. De modo que, en efecto, bares y restaurantes conforman uno de los gruesos de los negocios abiertos. Cinco bares, dos de ellos restaurantes, y una hamburguesería. A estos se suman un par de restaurantes más con veladores en una bocacalle -¿qué es de un barrio típico sin sus mesas típicas?-, un freidor y otro local de comida rápida algo más adelante. Todo esto, sin contar con un mítico asador de pollos que resiste justo al lado de la que era casa de la economista -y que luce junto a la puerta un cartel con absolutamente todos los productos susceptibles de causar alergia en más allá de su mostrador: que son todos-. Las cartas de los restaurantes apuestan por el pescado -y bien que hacen- y, haciendo honor al mito, por la fritura. Digamos que las opciones de zampa y deglución en el barrio de la economista camuflada son, sin duda, sustanciosas, a la par que un alarde calórico y un himno a todos los colesteroles del mundo.
Pero la gran estrella del camino de la economista camuflada son los desavíos actualizados. La versión gaditana de los perípteros griegos. Los desavíos tradicionales eran tiendecillas, a menudo complemento de la barra de un bar y/o viceversa, atendidos por chicucos de afamada entrega al negocio. Aunque haberlos haylos, con más o menos pátina, el negocio tradicional de los montañeses ha evolucionado -o involucionado, más bien- hasta su modelo actual. Mucho más apocalíptico que integrado, desde luego, mucho más cercano al garito en el que el agente Deckard podría comprar el tabaco y los fideos que al almacén en el que José Luis Garci compraría galletas Napolitanas. En el pináculo de toda esa especialización del negocio están las Barracas Multifunción -tiendas de chucherías evolucionadas-, como la que existe en la esquina de la antigua calle de nuestra economista. Aunque en este caso, no era de la franquicia Barraca sino de la franquicia DonPis (1) y (2).
(1) No pregunten: vivo en un lugar a dos pasos de una mercería que se llama El Porquería.

(2) Ambas firmas vivieron en su tiempo un choque de poder digno de analizar por toda start-up que se precie, pero esa es otra historia.
La llamada Barraca Multifunción es, de hecho, el único negocio que se ha demostrado rentable en una realidad socioeconómica que espantaría al mismo Varoufakis. Las BM (por decir) son los merkava del pequeño comercio en lo que podría ser la franja de Gaza.Venden chucherías y frutos secos (su función originaria), pero en ellas encuentras todo lo que puedas imaginar. Embutido. Detergente. Cápsulas para café. Barras de pan. Muñequitos. Cigarrillos. Creo que si llegas preguntando por un riñón de contrabando lo pueden tener ahí, en el tanque de los congelados, envuelto en alguna bruma blanca junto a los Calippos y las empanadillas. Su día empieza en torno a las diez de la mañana, vendiendo los bocatas y las latas para institutos y colegios, y termina en torno a las once de la noche, apurando las litros, los cigarritos, el antojo de chocolate. No cierran al mediodía. La tarde de Navidad ya están abiertos y en Nochebuena echan la baraja a las ocho. Es el único tipo de negocio en el que, durante estos años, no ha dejado de haber colas. 

El éxito del formato es tal que cualquiera que lo vea posible, lo adapta a su modelo. Al inicio del trayecto a estudio, observamos la existencia del único estanco del orbe occidental que no sólo dobla como desavío -ese clásico- sino que también ofrece, a granel, judías pintas y habichuelas negras. La tienda de congelados -hemos dicho que en el barrio de la economista camuflada bailan los triglicéridos y las transaminasas tocan las palmas- dobla también como desavío extraoficial, mientras que hasta hace muy poco -cayó en combate, me temo- otra tienda de chuches y cacahuetes mantenía sus estanterías auxilio de alacenas y, lo que resulta más increíble todavía, un par de aparadores que la hacían constar como vídeoclub.
«Barraca Multifunción, ¿la start-up definitiva?», anota la economista camuflada en su libreta pues aún conserva unos dejes de ludita y un olfato que le dice que, tras los álbumes para colorear, la letra escrita va a ser lo más.

Bestialidades

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Hace unas semanas estuve haciendo un reportaje sobre maltrato animal (el artículo que lo regula, el 337 del Código Penal, cambiará a partir de este mes de julio). Para no centrarme en lo que podríamos llamar lo de siempre, pensamos que podría ser buena idea tratar la, llamemos, desafección social que vivimos hacia los animales a través de los caballos. ¿Por qué? Porque como explicaba en el texto, su cosificación es brutal. Y lo es a pesar de que debería haber un infierno especial, todos lo sabemos, para aquellos capaces de maltratar a criaturas como lobos, ciervos, guepardos, caballos: todos ellos, recuerdos constantes del mono chillón y chabacano que uno es en el fondo.

El caballo raramente es visto como animal doméstico: ha sido siempre un objeto. O una bestia de carga o u capricho de estatus. Algo, en fin, de lo que me deshago con facilidad cuando quiero. Si hay gente capaz de deshacerse del chucho que acude con cara de bobo a lamer las manos y que duerme a los pies de la cama, qué no podrán hacer con animales cosa. Eso explica, por ejemplo, que desde 2012, 200.000 hayan pasado por el matadero. Caballos, ojo: ni gatos, ni perros, ni hámsters. Esto no incluye los casos de maltrato y abandono, por supuesto, que también han ascendido de manera geométrica.

Luego hablas con el Seprona o con gente de judicatura, que te cuenta de casos genéricos de maltrato animal. Y aunque lo sepas, al verlo oficializado, en negro sobre blanco, es ahí cuando pierdes la fe en la humanidad.Es imposible no pensar que alguien que apalea a un caballo hasta dejarlo tuerto o a un perro hasta manchar de sangre las paredes, que le revienta el culo con un palo a un burrito recién nacido o que deja morir de hambre a sus animales pueda ser un ser humano competente, con una empatía funcional. Luego están los delitos vicarios: los que van al Rocío y no toman medidas al ver la cantidad de bestias despanzurradas que deja a su paso la fiesta (año, tras año, tras año) o los que observan situaciones como esta sin hacer nada.

Hay otro aspecto desolador en esta realidad y es el de la efectividad legal, disuasoria, de las penas. Ninguna supera en papel los dos años de cárcel con lo cual prácticamente nadie puede ir a prisión por lo que le haya hecho a un animal. En general, las denuncias se resuelven o con multa e inhabilitación de trabajo con animales o, en caso de declararse insolvente, conmutación de la pena por trabajo social. Ese fue el caso de los caballos de Tolox del que hablaba en la información. Otros, como en el del burrito de Lucena (una cría de asno) despanzurrrado por un bestia, el acusado salió en libertad con cargos. La cuestión es que nuestro Código no es especialmente suave, no mejor ni peor que el corpus del resto de países europeos -de hecho, a lo que tienden las leyes es a unificarse en toda Europa-. Ocurre que lo que se juzga en el resto de Europa es la desviación de un caso excepcional: aquí tenemos los récords de maltrato animal de todo el continente.

Como digo, soy incapaz de pensar que de una sociedad puedan esperarse gestos de compresión, de respeto, de sensibilidad, de conciencia, de sentido de la responsabilidad, mientras estos casos sean tan comunes que parezcan lo normal, tan comunes que se excusen.

Naugthy and nice

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No hay manera de describir la pasión que los  británicos sienten por los pasteles. Bueno, sí: es la misma que siento yo. Desde su generalización en los 70, se calcula que la pastelería industrial mueve millones de libras en Reino Unido. Sólo en 2012, por ejemplo, se despacharon en el país 110 millones de cupcakes, mientras que la repostería casera supone una inversión de medio millón de libras por parte de los habitantes de las islas.

(Si alguien siente la necesidad morbosa de saber más acerca de esta pasión for anything naughty and nice, les recomiendo este documental: The Icing of the Cake)

Tal vez semejante fiebre pueda explicar el éxito que ha terminado teniendo el que es mi concurso favorito en la televisión británica: The Great British Bake Off. Algo así como «la gran hornada» -aquí hicimos algo semejante en Deja sitio para el postre-. Básicamente, unos cuantos reposteros aficionados se someten al juicio de dos cocinitas consagrados. La productora reúne a los candidatos en una gran carpa en el glorioso verano inglés (que a veces se muestra, en efecto, en toda su inundada gloria). A mí el programa me gusta porque, además de dedicarse a hacer pastelitos, la factura es también alta en glucosa. Es el tipo de producción, para entendernos, que le gustaría a  Pedro el Conejo. No pueden tratar con más amor a la fauna de outsiders (afrontémoslo) que reúnen en cada edición. Todo provoca una inmensa ternura.

Los jueces del asunto se llaman Paul Hollywood (el nombre es real) y Mary Berry (el nombre también es real). Paul Hollywood tiene lánguidos ojos de galán y es un chicarrón del norte al que le presumimos en eterno conflicto con su barriga. Mary Berry es la Simone Ortega del Reino Unido. Tiene una edad indefinida entre los 70 y los 120 años. Yo diría que le gusta pimplar, no mucho y en secreto. Y es capaz de hacer bajar la altura de un pastel con sólo mirarlo.

-Mary Berry al saber que has comprado el glaseado en el super:

mayberry

-Mary Berry al descubrir que tú pastel de verduras tiene la base húmeda:

mayberry

-Mary Berry al saber que has devorado a tu primogénito:

mayberry

EL concurso ha tenido tanto éxito que pasó a la BBC1 en su cuarta edición, y en la última incluso tenía una especie de  extra (An Extra Slice, de hecho) donde se dedicaban a comentar, ya en cuerda de coña, los mejores momentos del programa. A esta tertulia acudieron humoristas, cocineros y caras famosas en general. Uno se podía topar, sin parpadear, con testimonios tan curiosos como este:

-Y, ¿qué le ha parecido el pastel de arándanos rojos de Nancy, vicario Truman?

-Bueno, lo cierto es que no me gustan mucho los arándanos rojos -responde el vicario, completamente en serio-. Me recuerdan dos cosas que detesto profundamente: la Navidad y la cistitis.

Para mí, An Extra Slice era un ejercicio de compensación ante el desempeño real de la mayoría de la población. Desfondados ante los alardes de dragones y caballeros en galletas 3D que es capaz de marcarse, de repente, el vecino del quinto, no está de más zambullirnos en un baño de realidad. Y la realidad es que el común de los mortales perpetramos cosas como esta:

unicorn

Por supuesto, entre los concursantes, todo el mundo tiene sus favoritos. En el lado del desastre, mi favorito es el escocés Norman, cuya filosofía repostera podría resumirse en: «¿Azúcar? ¿Para qué quieres ponerle azúcar a un pastel? Con mantequilla y harina es más que suficiente». El pobre hombre no tardó en volverse loco ante ese universo de islas de merengue flotantes y casas de galleta navideñas con sabor a vino caliente. Así que, desesperado, decidió añadir lavanda a uno de sus bizcochos. ¿Por que? Sin duda lo había leído en algún sitio y le pareció el colmo de la sofisticación. En cantidad suficiente, por supuesto, para atufar a un 747.
De Norman nos quedamos con su peculiar manera de espolvorear el azúcar. ¿Cómo se las arregla para semejante tarea un auténtico escocés? Pues con una pelota de golf.

golf

En el lado de la excelencia, creo que mi favorita ha sido Frances.  Si le pedían, por ejemplo, hacer un Victoria Sandwich Cake (dos bizcochos de mantequilla, colocados uno sobre otro, aprisionando una generosa palada de nata con fresas) ella te hacía esto:

frances_sandwich
¿Palitos de hojaldre? Te enmendaba unas cerillas gigantescas de chilli y chocolate:

matchesY este es su pastel de bodas, un Midsummer Dream Cake:

midsummer

Como personaje excepcional, me quedo con Ruby.  De alguna manera, la vida la ha conducido de modelo para guarrones en su primera adolescencia:

rudy1

a pastelera y estudianta de Filosofía con alta concentración de conciencia feminista:

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Cuando alguien sugirió que obtenía buenas puntuaciones y solía salvarse de la quema porque le echaba llorosas miradas de gato a Paul Hollywwod, ella respondió. Con una carta abierta en The Guardian: «¿Qué son lágrimas femeninas, en cualquier caso? ¿Son más frágiles y delicadas que las masculinas? ¿Van de rosa?», escribía,antes de subrayar lo que considera una división de género en gastronomía: por un lado, los cocineros ‘machos’ y sofisticados de las estrellas Michelín. Por otro lado, la cocina ‘con encajes’ de las mujeres y ‘diosas domésticas’.

«Como colectivo, todos somos un tanto estúpidos -continuaba, hablando de la compatibilidad entre hacer mermeladas y ser feminista-. Yo lloro con el anuncio de Navidad de John Lewis, y nos encanta entusiasmarnos cuando aparecen las tazas rojas en Starbucks. Podemos ver tele basura como GBBO. Nos gusta aquello que podamos comprender con facilidad. No se trata de derrumbar el feminismo, o de hacerlo más femenino, o de suavizarlo o diluir ninguno de sus mensajes (…) Pero pienso que necesitamos cambiar los conceptos, hacerlos más inclusivos, menos académicos».

La prueba final de esa edición fue, por supuesto, elaborar un pastel nupcial.

-¿Cómo sería tu tarta de bodas, Ruby?_le preguntaba una de las presentadoras.

-Dado que las bodas no son más que un ejercicio de autoafirmación y vanidad, no me interesan especialmente.

-¿Qué pondrás sobre el glaseado: «Uno de cada dos matrimonios terminan en divorcio»?

-Algo así.

Las cosas que saltan en lo oscuro

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He comentado en alguna ocasión que desde tiempo me ha parecido muy sospechoso  el hecho de que un tipo al que no conocemos (de hecho, al que nadie conoce) se dedique a entrar en nuestras casas cumpliendo todos los agravantes de premeditación, nocturnidad y alevosía. De hecho, que se zampe los aperitivos que le dejamos es pecata minuta; perfectamente podía degollarnos, y nos estaría bien empleado, por incautos.

Mi nariz de arpía antropológicamente curiosa se arrugaba escéptica ante la escena. ¿Qué sentido tiene, o tendría en el inicio de los tiempos, una figura benéfica y propiciatoria en lo más crudo del crudo invierno, cuando todo se traduce a horror e infierno helado? ¿Desde cuándo las divinidades (ya sea descafeinadas; geniecillos, espíritus) se han dedicado a otorgar prebendas graciosamente, porque sí, porque nos gusta tu actitud L´Oreal, pequeña, en mitad de un entorno hostil? Cuando algo nos asusta, cuando nos sentimos vulnerables ante el medio o lo imprevisto, ante los hados, a los hados se les suplica. «Por favor, destino joputa, deja de joderme». Esa es la plegaria random, eterna, clásica, a la que el pequeño simio tembloroso añadía, estacionalmente: «Y a ver si te estiras y, al menos, haces que este invierno no suponga el comienzo de otra puñetera Edad de Hielo. Besis. Amén’.

Y, aunque muy desencaminada no andaba, la enjundia de las figuras mitológicas en torno al solsticio de invierno hace que mi imaginación y la de cualquiera de quede corta.  Y el concepto de sincretismo, también. Por ejemplo, cuando uno rasca un poquillo en la bonachona figura de Papá Noel, descubre que la tradición del hombre barbudo  que deja regalos en Nochebuena hunde sus raíces en la figura del Ded Moroz ruso (el padre invierno), el Señor del Bosque de la tradición europea y en la iconografía del mismo Odín, que recorría el cielo en su carro tirado por carneros. De hecho, el nombre de Joulupukki (el Papá Noel finlandés, el Papa Noel de pata negra) viene a significar, precisamente, la cabra de Yule (fiestas del solsticio de invierno). Esa remembranza de la cabra como símbolo estacional sigue muy presente, como cualquiera sabe gracias a Ikea, en la tradición escandinava, en forma de esas cabritas de paja que anuncian buena suerte.

Y el símbolo de la cabra no es baladí. Existe una figura solsticial, más oscura y tremenda, popular en Centroeuropa, que adquiere la iconografía propia de un demonio medieval: el krampus se encarga de llevarse en su saco a los niños que se han portado mal. Es el acompañante de San Nicolás -el Santa Claus primigenio, aún presente con su casulla y báculo de obispo en muchos países-, y su antagonista. En los Países Bajos, el krampus fue sustituido durante las guerras de religión por la figura de Pedro el Negro (muy políticamente correcto todo) que, efectivamente, seguía secuestrando a los niños malvados, arrastrándolos hasta España (todo sigue siendo muy políticamente correcto), el infierno papista de la época.

El krampus hará, yo se lo aseguro, que se reconcilien con las imágenes pastelosas de la Navidad:

 

 

Y, como contrapunto a lo terrible que acecha en los oscuro, estaban las figuras de luz del invierno en el folklore nórdico (al fin y al cabo, se celebra al sol naciente). Unas figuras que tenían, además, carcasa femenina. La diosa Berchta lucía una corona de fuego. Hertha, patrona del hogar y del fuego doméstico, entraba en las casas a través del humo y proporcionaba visiones proféticas. Holde y Hertha surcaban los cielos con su comitiva. No siempre eran simpáticas: la costumbre aconsejaba dejar un poco de comida para Berchta y, si no se cumplía la tradición, la diosa abriría los estómagos de los habitantes de la casa para zamparse su contenido. Muchas de sus atribuciones las han recuperado figuras actuales: el mismo Papá Noel, que baja por las chimeneas; la corona de velas de la nívea Santa Lucía escandinava o el dejar unas galletitas como gesto amable -sin saber que, si no es así, el imprevisible espíritu de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras,  nos abrirá en canal-.

Está claro, en fin, que en algún rincón de su cerebro de simio asustado, el hombre intuye que algo baja de los cielos, de las montañas, de lo alto (out of the blue) justo en el momento en el que la rueda gira, en el que el sol y el tiempo saltan, en el que cruzamos el umbral. Olfateamos el aire nuevo y nos preguntamos  qué traerá el año a estrenar, la nueva rueda. Con qué nos regalarán los próximos meses, qué nos arrebatará a cambio. Cómo saldremos de la cuenta.

Y dejamos unas galletitas en un plato esperando distraer a la bestia. A la hambrienta Berchta, al viejo Krampus.

Si no os invitan al baile…

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