Primos cercanos

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A veces lo parezco, pero no soy una animalista talibana. Un ocho en una escala de diez, digamos. Nunca podría formar parte de una merienda de veganos por ese problemilla adictivo que tengo con el jamón de bellota aunque poca diferencia hay a veces (problemilla adictivo aparte) entre mi dieta y la de un vegetariano. Y a muchos de los bichos por los que me indigno y a los que pago un puñadito de alfalfa no los tendría en mi patio. Me encantan los burritos -el proceso de identificación es inevitable: yo también soy cabezona, iracunda, dulcera, pequeña, peluda y con brillantes ojos como carbón- pero, ¿tendría alguno en mi supuesta casa de campo? No sé, no sé.

Algo parecido me ocurre con nuestros queridos primos. Los grandes simios son bichos feuchos, escandalosos, poco elegantes. Los guepardos, está claro, nunca les permitirían entrar en su club de señoritos. Son, en definitiva, exactamente como nosotros tras una semana sin ducharnos. Como cualquiera que haya visto algún documental sobre ellos puede decir, su comportamiento es acojonantemente parecido al nuestro. Y, como cualquiera que haya tenido un mínimo contacto con ellos puede corroborar, es difícilmente descriptible la sensación que se tiene cuando te miran. Desde luego, su mirada es la nuestra: cuando sientes eso, es difícil que el corazón no se te estomague, o lo mismo es al revés. ¿Qué diferencia hay, al cabo -piensa uno-, en ese uno por ciento de material genético que nos separa?

Precisamente, el chimpancé brutal que habita en mí me grita (a cada cual le grita lo que estima propio) que todo aquel que mata a un astado de veinte puntas, a un caballo, a un guepardo, a un elefante, a un lobo merece ser entregado a la Casa Boltón, a que practiquen con él sus cositas. Y esa suerte sería mejor que si me lo entregaran a mí fuera de la cobertura civilizada de un Estado de derecho.

Más allá de mi desbarrado código, los grandes primates son una de las especies más amenazadas en este holocausto medioambiental que estamos protagonizando, con grupos desapareciendo año tras año y registros diezmándose año tras año. Los especialistas dudan mucho, por ejemplo, que el bonobo -una especie muy curiosa: matriarcal y poco violenta- sobreviva a esta década.

Hace poco, hablando con el responsable de Proyecto Gran Simio en España, me comentaba uno de esos datos que te dan la medida del caso: para pillar a una cría de chimpancé, de bonobo, de gorila, de orangután -que son las piezas más preciadas, las que mejor se mueven en el mercado-, hace falta matar al menos a diez adultos. A toda la familia o a todo el grupo, porque defienden a los pequeños a muerte. Para colmo, sólo el 10% de estos bebés consiguen llegar vivos a destino: la mayoría mueren de hambre o asfixiados durante el viaje, o acusan el frío.

Como bonus track, aquí dejo un par de vídeos. En uno de ellos, unos monos (langures) creen que una de sus crías ha muerto (es un muñeco, pero resulta tremendo ver la reacción). En otro, una chimpancé adopta como mascota a un gatito salvaje -¿qué es una moñas sin su gato?-. Imposible, en ambos casos, no empatizar.

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