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Esto no es una lista de libros para Navidad

Publicado en
buxton

Librería en Buxton, Reino Unido.

Aunque, bien mirado, podría serlo. Gran parte de mi tiempo lo dedico a hablar de libros y de y con sus autores. Me pagan por eso y, precisamente por ello, no suelo hablar jamás del tema en mi vida normal. Ocurre que, en los últimos meses, he tenido la suerte de ir leyendo, por obligación y devoción, una serie de títulos que me han resultado tan excepcionales que hasta me han hecho pensar que es una suerte tener esas «obligaciones».

*El verano nos recibió a todos en general y a mí en particular con El azar y viceversa, de Benítez Reyes. Se ha dicho de todo, y todo bueno, de esta novela. Sólo puedo apuntar que en mí recayó primero y que empecé a extender el virus con saña apocalíptica. Digamos que hacer una historia pseudogótica ambientada en el Londres victoriano que me guste es algo relativamente fácil. Hacer una historia en torno a un pícaro contemporáneo y conseguir que me encante es meritorio y dice mucho de la habilidad del narrador. Felipe Benítez Reyes nos presenta los días y las noches de Antonio, un buscavidas que pasa su adolescencia y primera juventud en la dicotómica realidad que presentaba la Rota de los años sesenta-setenta: por un lado, afianzada en el provincianismo casposo propio de la España de la época; por otro, hipnotizada y permeada por la influencia de la cercanía de la Base norteamericana. What a time to be alive, en efecto y sin coña. Nos recuerda, además, una circunstancia que incluso los que vivimos aquí tendemos a olvidar: la condición de frontera, de far west absoluto que la geografía dará siempre a la provincia gaditana y en la que la presencia yanki no ha hecho más que abundar. Benítez Reyes utiliza referencias propias para urdir una trama de picaresca que nos hace recordar, como si fuera un antepasado cercano, al Juan Cantueso de La canción del pirata. Y lo hace con un uso del lenguaje espectacular, como escribiría un autor del Siglo de Oro si lo trasladáramos a nuestra época quitándole el peso de los siglos.

*Una chica con pistola: Ya hablé aquí de la novela de Amy Stewart, historia que recreó a partir de un más que curioso incidente que la llevó hasta un más que curioso personaje -tan enjundioso, en efecto, que ya salido publicada en Estados Unidos una segunda parte de la historia-. La novela es un ejemplo de que una historia no tiene que ser trepidante, ni cursi, ni pretendidamente intelectual, ni vehementemente anodina para ser una buena historia. Para merecer una buena narración. Eso es justo lo que hace Amy Stewart a partir de la anécdota de la grandullona Constance Kopp esperando armada en una esquina y de la calesa de las hermanas arrollada por el automóvil del magnate local. La de las Kopp era una muestra de la lucha del débil contra el fuerte en una realidad en la que esa lucha tenía (tiene) tan pocas posibilidades de prosperar que ni se planteaba.

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*Azul Marino: Rosa Ribas y Sabine Hofmann cierran con este libro su trilogía sobre la periodista con vocación de detective Ana Martí: un personaje que nos ayuda a recorrer la Barcelona de posguerra en la década de 1950. Toda la trilogía merece la pena, pero esta última entrega, lo merece de manera especial. La intriga aquí es casi lo de menos: lo de más lo son el escenario y el clima de terror (terror de verdad, cotidiano, terror real) que se nos va presentando entre bambalinas. El terror cotidiano lo enhebran, sí, la crueldad, el desprecio, la violencia, la exclusión. Pero todos esos parámetros, para pasar de nivel en la escala, han de hacerlo mediante la desestructuración: mediante la ocultación, el secreto, la luz de gas, el «algo no es como me cuentan». Un plus que, en la sociedad franquista, era connatural. ¿Qué más terror que la caridad mal entendida, despreciativa y supremacista, autocoplaciente? ¿Qué casa encantada más terrible que aquel caserón que se nos relata, donde van a morir las putas? ¿Qué infierno más depurado, más conseguido, que el de un orfanato de niños considerados lumpen?

(Queremos recordar aquí con especial cariño al desalmado Vallejo-Nájera y sus teorías sobre el «gen rojo»)

(Y recordamos de hecho, con especial cariño pero sin ironía, a González-Ledesma, el hombre que escribía novelitas del oeste. Y de amor)

Para colmo, a mí sólo me queda pedir que un día Siruela arrastre a Rosa Ribas hasta el sur desde la mismita Alemania, a ver si nos desvirtualizamos, porque por teléfono nos caemos muy bien.

*Material sensible, de Neil Gaiman. El libro de mis vacaciones. Al contrario que Benítez Reyes, Neil Gaiman tiene en mi un caso fácil, un caso plano, un caso en el que no se tiene que ganar al lector. Todo lo que ingenie, me lo voy a comer con extra de patatas. Es amor verdadero, y el amor verdadero dura para siempre, que decía Emma Thompson en Love Actually. No puedo decir lo mucho que he disfrutado este puñado de relatos (que, raro en una antología, no resultan demasiado irregulares entre ellos). Gaiman tiene la virtud de meterse en mi cerebro, encontrar lo que anda suelto y tejerse un universo: cómo no me va a gustar. En Material sensible, demuestra seguir dominando lo inquietante (Lo que pasa con Casandra, Terminaciones femeninas) o el manejo del miedo (Clic-clac, el sonajero: alguien debería decirle que sus cuentos de miedo para niños no son para niños) y, también -una de sus grandes cualidades-, que no es un narrador solemne, que sabe reírse (de sí mismo, de ese universo que todos compartimos), como vemos en Naranja o en Y llora, como Alejandro. Fiel a su fuente, Gaiman reúne aquí varios relatos en honor a los mitos comunes como Las nada en punto (Dr. Who) o El caso de la muerte y la miel (con un anciano Holmes como protagonista y que todos desearíamos tan fuertemente que fuera real real real, si desde el principio no fuera ficción, claro). Y, gracias a los dioses y de manera inevitable,  historias bebidas de los cuentos tradicionales y del lore celta, donde Neil Gaiman muestra auténtica maestría, como En Relig Odhráim, su versión de la Bella Durmiente (La joven durmiente y el uso), Ceñirse a las formalidades (Neil no lo sabe, pero escribió ese cuento-poema para mí, para mí, para mí) o La verdad es una cueva en las montañas negras que es, seguido muy de cerca por Black Dog, el mejor relato del cuento. Uno de los mejores relatos, de hecho, que he leído en toda mi vida de lectora miope.

*Cuaderno de vacaciones. En general, no leo poesía por gusto. No me encuentro con capacidad para decir si un poemario es bueno, malo o mediocre. Si es cierto que, entre las magras excepciones, se encuentra Luis Alberto de Cuenca. Escrito en verano -el periodo que dice dedicar a la creación-, Cuaderno de vacaciones es el poemario con el que ganó el Premio Nacional de Poesía en 2015. No tengo un dominio de la autoría general del mundo mundial, pero sí estoy convencida de que Luis Alberto de Cuenca debe ser uno de lo pocos autores capaces de hacernos cotidianos, sin perder la elegancia, a mitos y referentes clásicos, que uno hace siempre en la boca (el cliché es el cliché) de gentes doctas y apolilladas. Uno de los pocos, también, de elevar de escala, a pura letra, las miserias y maravillas cotidianas. Las referencias de Luis Alberto de Cuenca siguen aquí vigentes (unas referencias que curiosamente comparte, en muchos casos, con Neil Gaiman) y que entiende de la misma manera: lo nuclear, el mito, los ritos, los cuentos tan sabidos, mil veces contados, están para meterles mano y hacerlos nuestros y contarlos una y otra y otra vez («Estas cosas no pasaron nunca, pero suceden siempre», o algo así decía Salustio). Dos conclusiones -entre muchas, imagino- tras la lectura de Cuaderno de vacaciones: que el amor no es ridículo, por mucho que así lo pinten; y que aquello que nos salva la vida cuando somos niños es lo que nos la sigue salvando, si somos lo suficientemente sabios, cuando llegamos a adultos («Pero su fuego sigue ardiendo/en mis victoriosas mañanas,/ tantos años después, y alumbra/ la noche oscura de mi alma»).

( Y la elaboración de esta entrada me pilla leyendo Piel de lobo, lo último de Lara Moreno, y Una detective inesperada, que traduce al castellano Siruela. Como dije, hay veces que casi pienso que tengo suerte).