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La farsante

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Bueno, bienvenidos al misterioso caso del blog que se actualiza con suerte una vez al año. ¿Qué quieren que les diga? Me paso los días escribiendo de una variedad pasmosa de cuestiones por las que, en fin, me pagan: circunstancia que convierte ese ejercicio en concreto en una actividad mucho más apremiante, cuando no, totalizadora.

He venido a este rinconcito, aprovechando un tirón de insomnio, para hablarles de uno de mis temas favoritos: yo.

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Diane Morgan as her most famous creation.

Evidentemente, esta no soy yo: es la gran Diane Morgan metida en el papel de su Philomena Cunk (que debe ser lo más parecido que ha encontrado fonéticamente a Phenomenal Cunt, o lo mismo son sólo ilusiones mías). Desde el nacimiento de Cunk (empecinadamente estúpida), el dedicarse a ser presentador de documentales históricos  es una tarea maldita: el paradigma se ha ido al carajo, resulta imposible tomárselo en serio. Incluso si uno es Lucy Worsley (oh, wait).

¿De qué va Cunk? Pues. básicamente, de esto:

Lo cierto es que nunca me he sentido más identificada con nadie en toda mi carrera.  Soy Philomena Cunk rediviva, si es que Philomena Cunk fuera capaz de tener un sentido del autoconcepto no muy errado.  Así de preparada, impactante y letal me veo en las entrevistas, cada vez que toco un tema. Siempre sucede pero, muy especialmente,  en el ámbito literario: lo que no deja de ser curioso porque esa es, se supone, mi especialización. Una vida leyendo (tengo miopía magna y dos desprendimientos de retina: paguita, ya) hace que semejante decantación no suene extraña. Le admito la fuerza de la lógica. Una vida leyendo (aunque cada vez, menos; y, desde luego, el cómputo de libros que me calzo por libre voluntad es cada vez más miserable) no quiere decir, sin embargo, que sepa lo que estoy haciendo.

Yo trato lo literato pero, digamos, lo literato me trata a mí más bien poquito. Los periodistas culturales se dedican básicamente a eso: a ser culturales. Yo ni siquiera llegaba a la medida en la que te dejan montarte en la noria cuando era cultureta a tiempo completo: imaginen ahora, que un día me toca hablar con un catedrático de Penal; otro, con una florista; y otro, con alguna joven promesa de las letras locales -y no me quejo: mucho más interesante así-. Si ya llegaba a los eventos literarios sacudiéndome el pelo de la dehesa, ahora la sensación es de ser una leprosa. «¿Te has leído el último de Martínez de Pisón?», todo el mundo se ha leído el último de Martínez de Pisón, y tiene opiniones enjundiosas al respecto. Yo sólo bebo. «¿Viste lo que ha escrito Vicente Luis Mora sobre la precarización del mundo del libro?». Todo el mundo opina que es brillante, profundísimo, implacable. Yo me pido otro cava. «¿En qué estás ahora?», se preguntan en el corrillo, y mientras uno traduce a Yeats, otro hace una biografía de Caravaggio y otro escribe una novela metaliteraria. «¿Y tú, Pili?». «A mí no me miréis: yo estoy muy ocupada siendo Lou Andreas-Salomé. O, mejor, Pepín Bello», pienso, no digo, mientras sorbo mi gintonic con pajita. Todos tienen códigos y se dan palmaditas y yo, mientras me siento la labor social de todo aquello, me digo que también tiene su valor hablar con un catedrático de Penal,  y una florista, y un escritor de lo que sea, en una misma semana y no parecer retrasada del todo. Y pienso -malvadamente, para sobrevivir- que Fernando Aramburu retrataba muy bien el tema en Ávidas pretensiones,  y que debería ir cambiando mi cara de pasmo por una cara  de póker acorde con las circunstancias.

El hecho de ser consciente de no saber de absolutamente nada y de ganarme la vida con algo (escribir), que es una habilidad desfasada e inútil, me hace temblar de miedo ante perspectivas como «reinventarse». ¿Reinventarse con qué? Por los clavos de Cristo, ¡si no sé ni conducir!  La vida leyendo y escribiendo no me haría mala editora de trincheras: la experiencia me hace ver los fallos en un texto como el que ve los fallos en un código. Puedo leer algo e ir formándome, en una pantalla paralela, cómo sería su mejor versión (es un don con el que se sufre mucho, no crean).  Tampoco lo veo digno de ovación: es como si te ponen por delante una bandeja con distintos cortes de jamón y te vas directa al 5J de Dehesa: «¡Increíble, señora! ¡Qué habilidad inaudita! ¿Cómo lo ha hecho?». El olfato me hace detectar, no sólo títulos que van a traducir más allá de lo evidente (nombre, premios), sino algún que otro invento que el autor ha publicado en Amazon y que luego veo rular por aquí, con un sello convencional y medio potente en el lomo. No es mala cualidad: pero, de nuevo, crematísticamente es un fiasco. Entre otras cosas, no sólo hay mil como yo, sino que ser capaz de detectar un buen libro no es exactamente lo mismo (carraspeo) que ser capaz de detectar un libro que vaya a vender.

Hace un par de años, me saqué una titulación en traducción. Es un título (el DipTrans) con cierta fama de castañoso y que ha visto descender varios peldaños su prestigio por el hecho de que yo lo apruebe. Algo que se ha debido, por supuesto y no pienso entrar en discusiones sobre ello, a la suerte. ¿Qué he hecho al respecto desde entonces? Apenas nada. También, al respecto y no al respecto desde entonces, me dedico a trabajar a jornada completa y partida, con una niña pequeña y sin ayuda (no son quejas: son hechos). De hecho, hoy alguien me comentaba algo así como: «Eh, qué es de ese título, no lo estás aprovechando un carajo, ¿qué te pasa?», y en mi mente se desarrolló una escena paralela y gore digna de los mejores momentos de Rasca y Pica.

En fin: no hay salvación posible. Como decía el protagonista de Gone Girl, hubo una época impensable en la que uno podía vivir de lo que escribía. Es decir: una época en la que el saber escribir y todo lo relacionado con esta actividad pasaban por ser valores cotizables. Gillian Flynn lo sabe bien porque a ella misma la invitaron a desocupar la redacción con premura en los primeros años de la crisis.

Y sí, me pueden decir que esto no es más que el Síndrome de la Impostora. Que seguro que no todo es como yo lo digo y que ese es precisamente un rasgo propio de las personas exigentes, con éxito, en la cresta de todas las olas. Que Kate Winslet lo sufre. Y yo respondo que existe un baremo clarísimo para medir la diferencia entre una realidad y la otra: la cuenta corriente de Kate Winslet frente a la mía.

Primos cercanos

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A veces lo parezco, pero no soy una animalista talibana. Un ocho en una escala de diez, digamos. Nunca podría formar parte de una merienda de veganos por ese problemilla adictivo que tengo con el jamón de bellota aunque poca diferencia hay a veces (problemilla adictivo aparte) entre mi dieta y la de un vegetariano. Y a muchos de los bichos por los que me indigno y a los que pago un puñadito de alfalfa no los tendría en mi patio. Me encantan los burritos -el proceso de identificación es inevitable: yo también soy cabezona, iracunda, dulcera, pequeña, peluda y con brillantes ojos como carbón- pero, ¿tendría alguno en mi supuesta casa de campo? No sé, no sé.

Algo parecido me ocurre con nuestros queridos primos. Los grandes simios son bichos feuchos, escandalosos, poco elegantes. Los guepardos, está claro, nunca les permitirían entrar en su club de señoritos. Son, en definitiva, exactamente como nosotros tras una semana sin ducharnos. Como cualquiera que haya visto algún documental sobre ellos puede decir, su comportamiento es acojonantemente parecido al nuestro. Y, como cualquiera que haya tenido un mínimo contacto con ellos puede corroborar, es difícilmente descriptible la sensación que se tiene cuando te miran. Desde luego, su mirada es la nuestra: cuando sientes eso, es difícil que el corazón no se te estomague, o lo mismo es al revés. ¿Qué diferencia hay, al cabo -piensa uno-, en ese uno por ciento de material genético que nos separa?

Precisamente, el chimpancé brutal que habita en mí me grita (a cada cual le grita lo que estima propio) que todo aquel que mata a un astado de veinte puntas, a un caballo, a un guepardo, a un elefante, a un lobo merece ser entregado a la Casa Boltón, a que practiquen con él sus cositas. Y esa suerte sería mejor que si me lo entregaran a mí fuera de la cobertura civilizada de un Estado de derecho.

Más allá de mi desbarrado código, los grandes primates son una de las especies más amenazadas en este holocausto medioambiental que estamos protagonizando, con grupos desapareciendo año tras año y registros diezmándose año tras año. Los especialistas dudan mucho, por ejemplo, que el bonobo -una especie muy curiosa: matriarcal y poco violenta- sobreviva a esta década.

Hace poco, hablando con el responsable de Proyecto Gran Simio en España, me comentaba uno de esos datos que te dan la medida del caso: para pillar a una cría de chimpancé, de bonobo, de gorila, de orangután -que son las piezas más preciadas, las que mejor se mueven en el mercado-, hace falta matar al menos a diez adultos. A toda la familia o a todo el grupo, porque defienden a los pequeños a muerte. Para colmo, sólo el 10% de estos bebés consiguen llegar vivos a destino: la mayoría mueren de hambre o asfixiados durante el viaje, o acusan el frío.

Como bonus track, aquí dejo un par de vídeos. En uno de ellos, unos monos (langures) creen que una de sus crías ha muerto (es un muñeco, pero resulta tremendo ver la reacción). En otro, una chimpancé adopta como mascota a un gatito salvaje -¿qué es una moñas sin su gato?-. Imposible, en ambos casos, no empatizar.

Bestialidades

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Hace unas semanas estuve haciendo un reportaje sobre maltrato animal (el artículo que lo regula, el 337 del Código Penal, cambiará a partir de este mes de julio). Para no centrarme en lo que podríamos llamar lo de siempre, pensamos que podría ser buena idea tratar la, llamemos, desafección social que vivimos hacia los animales a través de los caballos. ¿Por qué? Porque como explicaba en el texto, su cosificación es brutal. Y lo es a pesar de que debería haber un infierno especial, todos lo sabemos, para aquellos capaces de maltratar a criaturas como lobos, ciervos, guepardos, caballos: todos ellos, recuerdos constantes del mono chillón y chabacano que uno es en el fondo.

El caballo raramente es visto como animal doméstico: ha sido siempre un objeto. O una bestia de carga o u capricho de estatus. Algo, en fin, de lo que me deshago con facilidad cuando quiero. Si hay gente capaz de deshacerse del chucho que acude con cara de bobo a lamer las manos y que duerme a los pies de la cama, qué no podrán hacer con animales cosa. Eso explica, por ejemplo, que desde 2012, 200.000 hayan pasado por el matadero. Caballos, ojo: ni gatos, ni perros, ni hámsters. Esto no incluye los casos de maltrato y abandono, por supuesto, que también han ascendido de manera geométrica.

Luego hablas con el Seprona o con gente de judicatura, que te cuenta de casos genéricos de maltrato animal. Y aunque lo sepas, al verlo oficializado, en negro sobre blanco, es ahí cuando pierdes la fe en la humanidad.Es imposible no pensar que alguien que apalea a un caballo hasta dejarlo tuerto o a un perro hasta manchar de sangre las paredes, que le revienta el culo con un palo a un burrito recién nacido o que deja morir de hambre a sus animales pueda ser un ser humano competente, con una empatía funcional. Luego están los delitos vicarios: los que van al Rocío y no toman medidas al ver la cantidad de bestias despanzurradas que deja a su paso la fiesta (año, tras año, tras año) o los que observan situaciones como esta sin hacer nada.

Hay otro aspecto desolador en esta realidad y es el de la efectividad legal, disuasoria, de las penas. Ninguna supera en papel los dos años de cárcel con lo cual prácticamente nadie puede ir a prisión por lo que le haya hecho a un animal. En general, las denuncias se resuelven o con multa e inhabilitación de trabajo con animales o, en caso de declararse insolvente, conmutación de la pena por trabajo social. Ese fue el caso de los caballos de Tolox del que hablaba en la información. Otros, como en el del burrito de Lucena (una cría de asno) despanzurrrado por un bestia, el acusado salió en libertad con cargos. La cuestión es que nuestro Código no es especialmente suave, no mejor ni peor que el corpus del resto de países europeos -de hecho, a lo que tienden las leyes es a unificarse en toda Europa-. Ocurre que lo que se juzga en el resto de Europa es la desviación de un caso excepcional: aquí tenemos los récords de maltrato animal de todo el continente.

Como digo, soy incapaz de pensar que de una sociedad puedan esperarse gestos de compresión, de respeto, de sensibilidad, de conciencia, de sentido de la responsabilidad, mientras estos casos sean tan comunes que parezcan lo normal, tan comunes que se excusen.

Las cosas que saltan en lo oscuro

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He comentado en alguna ocasión que desde tiempo me ha parecido muy sospechoso  el hecho de que un tipo al que no conocemos (de hecho, al que nadie conoce) se dedique a entrar en nuestras casas cumpliendo todos los agravantes de premeditación, nocturnidad y alevosía. De hecho, que se zampe los aperitivos que le dejamos es pecata minuta; perfectamente podía degollarnos, y nos estaría bien empleado, por incautos.

Mi nariz de arpía antropológicamente curiosa se arrugaba escéptica ante la escena. ¿Qué sentido tiene, o tendría en el inicio de los tiempos, una figura benéfica y propiciatoria en lo más crudo del crudo invierno, cuando todo se traduce a horror e infierno helado? ¿Desde cuándo las divinidades (ya sea descafeinadas; geniecillos, espíritus) se han dedicado a otorgar prebendas graciosamente, porque sí, porque nos gusta tu actitud L´Oreal, pequeña, en mitad de un entorno hostil? Cuando algo nos asusta, cuando nos sentimos vulnerables ante el medio o lo imprevisto, ante los hados, a los hados se les suplica. «Por favor, destino joputa, deja de joderme». Esa es la plegaria random, eterna, clásica, a la que el pequeño simio tembloroso añadía, estacionalmente: «Y a ver si te estiras y, al menos, haces que este invierno no suponga el comienzo de otra puñetera Edad de Hielo. Besis. Amén’.

Y, aunque muy desencaminada no andaba, la enjundia de las figuras mitológicas en torno al solsticio de invierno hace que mi imaginación y la de cualquiera de quede corta.  Y el concepto de sincretismo, también. Por ejemplo, cuando uno rasca un poquillo en la bonachona figura de Papá Noel, descubre que la tradición del hombre barbudo  que deja regalos en Nochebuena hunde sus raíces en la figura del Ded Moroz ruso (el padre invierno), el Señor del Bosque de la tradición europea y en la iconografía del mismo Odín, que recorría el cielo en su carro tirado por carneros. De hecho, el nombre de Joulupukki (el Papá Noel finlandés, el Papa Noel de pata negra) viene a significar, precisamente, la cabra de Yule (fiestas del solsticio de invierno). Esa remembranza de la cabra como símbolo estacional sigue muy presente, como cualquiera sabe gracias a Ikea, en la tradición escandinava, en forma de esas cabritas de paja que anuncian buena suerte.

Y el símbolo de la cabra no es baladí. Existe una figura solsticial, más oscura y tremenda, popular en Centroeuropa, que adquiere la iconografía propia de un demonio medieval: el krampus se encarga de llevarse en su saco a los niños que se han portado mal. Es el acompañante de San Nicolás -el Santa Claus primigenio, aún presente con su casulla y báculo de obispo en muchos países-, y su antagonista. En los Países Bajos, el krampus fue sustituido durante las guerras de religión por la figura de Pedro el Negro (muy políticamente correcto todo) que, efectivamente, seguía secuestrando a los niños malvados, arrastrándolos hasta España (todo sigue siendo muy políticamente correcto), el infierno papista de la época.

El krampus hará, yo se lo aseguro, que se reconcilien con las imágenes pastelosas de la Navidad:

 

 

Y, como contrapunto a lo terrible que acecha en los oscuro, estaban las figuras de luz del invierno en el folklore nórdico (al fin y al cabo, se celebra al sol naciente). Unas figuras que tenían, además, carcasa femenina. La diosa Berchta lucía una corona de fuego. Hertha, patrona del hogar y del fuego doméstico, entraba en las casas a través del humo y proporcionaba visiones proféticas. Holde y Hertha surcaban los cielos con su comitiva. No siempre eran simpáticas: la costumbre aconsejaba dejar un poco de comida para Berchta y, si no se cumplía la tradición, la diosa abriría los estómagos de los habitantes de la casa para zamparse su contenido. Muchas de sus atribuciones las han recuperado figuras actuales: el mismo Papá Noel, que baja por las chimeneas; la corona de velas de la nívea Santa Lucía escandinava o el dejar unas galletitas como gesto amable -sin saber que, si no es así, el imprevisible espíritu de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras,  nos abrirá en canal-.

Está claro, en fin, que en algún rincón de su cerebro de simio asustado, el hombre intuye que algo baja de los cielos, de las montañas, de lo alto (out of the blue) justo en el momento en el que la rueda gira, en el que el sol y el tiempo saltan, en el que cruzamos el umbral. Olfateamos el aire nuevo y nos preguntamos  qué traerá el año a estrenar, la nueva rueda. Con qué nos regalarán los próximos meses, qué nos arrebatará a cambio. Cómo saldremos de la cuenta.

Y dejamos unas galletitas en un plato esperando distraer a la bestia. A la hambrienta Berchta, al viejo Krampus.

Pichacortismo (II): Nacionalismos

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Una vez dominado el código Matrix del pichacortismo, es muy fácil ver que su condición no sólo es extensiva sino que puede ser un fenómeno colectivo y nacional. Por ejemplo, la febril titulitis en la que nos hemos rebozado por estos lares durante décadas (¿Mi niño electricista? No, nunca: porque es la pichita de oro bañada en platino, ya sabemos, y si se limita a pelar cables se cometerá tal sinsentido que implosionará el universo).

En pocas ocasiones resulta más obvia y triste esa cualidad colectiva del pichacortismo como en los nacionalismos de distinto pelaje. Opino -no: el sentido común y yo opinamos, qué cuerno- que los nacionalismos son reduccionismos. Jibarizaciones mitológicas al aliento de manifestaciones culturales diversas -expresiones artísticas, lengua- o de adaptaciones al medio -arquitectura, gastronomía-. Todas esas llamadas «diferenciaciones» pueden tener, en ocasiones, indudable valor como ejemplos del ingenio y la delicadeza humana. En otras ocasiones, merecerían su extinción de la faz de la tierra (pienso en Tordesillas como ejemplo infame. Pero tampoco le veo mucha gracia a hacer que un niño retrepe a una altura de tres pisos).

Todo los nacionalismos son reaccionarios -la izquierda, en su raíz y definición, es universalista-. Todos obedecen a los mismos engranajes y todos esconden un caballo de Troya peligrosísimo en forma del desprecio al otro. Si el carácter de los nuestros se basa en la excelencia, la excelencia de los demás será vista, cuanto menos, con sospecha -bienvenido, fascismo-. Y, si esos demás son los vecinos (con los que, históricamente, nos hemos llevado a hostias: es lo que tienen los tribalismos), encima son los enemigos ancestrales y sin discusión.

Esos resortes comunes a todo nacionalismo son de invención bastante reciente en términos históricos (van de la mano del primer romanticismo, que unió con habilidad su gusto por la exaltación y el transcendentalismo con la necesidad de sus autores de congraciarse con las burguesías -dinerito-). Así, cualquier ínfula nacionalista que se precie presentará un origen mítico-fantástico del pueblo-tierra-nación. En general, además, ese pueblo-tierra-nación vivía en una espacie de Arcadia feliz (pongo ejemplos cercanos: Tartessos y las leyes en oro de Argantonio, los guanches «atlantes», los misteriosos servidores iberos de la Dama de Elche, las ensoñadoras hobbiton de toda la franja cantábrica, el mismo Al Andalus… ), con gentes -como señala Antonio Muñoz Molina hablando del «café para todos» en Todo lo que era sólido- de carácter afable, integrador y pacífico, pero fieros defensores de su estilo de vida cuando se veía amenazado. Esa Edad de Oro (trufada con leyendas y símbolos, la mayoría incorporados) se vio casi relegada a la extinción por algún invasor pretérito o más o menos actual: el enemigo. Porque (volvemos a los tintes fascistas) es obligatorio un enemigo (idiota, inferior, mezquino, abusón, cruel y/o vago) que dé cohesión al movimiento. Los chimpancés descarnados que somos únicamente funcionamos con cohesión sin fisuras ante un enemigo común. Se agita todo esto con el conveniente sentimentalismo y/o sentido victimista y ya está el trabajo hecho para las distintas oligarquías del terruño, que son las interesadas en desvincularse de cualquier poder ajeno y repartirse más convenientemente el pastel propio. Actitud que incluso entendería si no llevara implícito el desprecio al otro, al de más allá, que comentábamos. Es sorprendente que haya gente formada, con mundología y criterio en tantas otras cosas que asuma ruedas de molino tan desmesuradas. Pero claro. Entramos en el territorio de lo mítico-irracional. En los Reyes Magos. En la Divina Concepción. En el Ratoncito Pérez. En el Hombre del Espacio.

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Urkabustaiz en los viejos buenos tiempos.

Todo encaja como el mecanismo de un reloj en los nacionalismos. Y todo entronca con la gran fuerza motriz del pichacortismo que es: la sublimación propia y la invalidación del otro. Un mensaje que aquí se repitió primero a la hora de crear la España moderna, a principios del XIX, y que llegó al delirio más lamentable durante el Franquismo, pero que se ha ido repitiendo hasta la saciedad después, con el corte de las distintas autonomías, en libros de texto, medios de comunicación e imaginería. Y se ha subrayado con fuerza, pues de él dependían no pocas justificaciones.

Javier López Facal en Breve Historia cultural de los nacionalismos europeos desmonta varios de estos símbolos-mitos-creencias que tenemos grabados a fuego. Por ejemplo:

«El kilt escocés fue un invento de 1727, obra de un empresario siderúrgico de Lancashire que necesitaba carbón de madera y contrató a un clan de las Highlands para la talla de árboles. Ante la inapropiada vestimenta de aquellos rústicos trabajadores, el empresario inglés hizo venir a un sastre militar y le encargó cómo sustituto a aquellas mantas mal atadas a la cintura una falda que no entorpeciese sus movimientos».

«Los trajes de flamenca, de gitana o de faralaes empezaron a ser llevados por payas sevillanas muy a finales del XIX y son de rigor para asistir a la Feria de Sevilla sólo desde 1929, año en el que se celebraron la Exposición Universal Barcelona y la Iberoamericana de Sevilla».

Es mucho más bonito, por supuesto, creer que cada clan MacMardigan llevaba faldas de cuadritos desde prácticamente la época de los pictos o que Washington Irving recorría Ronda disfrutando de su condición de macho extraño entre muchachas con claveles en la oreja y faldas de volantes. Hay otras creencias, desde luego, más torticeras: por ejemplo, 1714 y la guerra de Sucesión Española como un enfrentamiento en el que Cataluña defendía sus libertades y personalidad frente a un pantagruélico Estado español. Recuerda este hecho básico Javiér López Facal:

«No fue una guerra entre España y Cataluña, sino una guerra entre dos bloques europeos, los Habsburgo y Francia».

A resultas de la contienda, los Reinos de Aragón y Valencia perdieron sus fueros (por austracistas), mientras que Navarra y las provincias vascas los mantuvieron por su apoyo a la causa borbónica. No es personal, son negocios.

Que Cataluña fuera conquistada e incorporada a España no tiene sentido porque el concepto unitario de España comenzaría un siglo después, con la Guerra de Independencia y los efluvios de la Constitución de 1812. Nuevamente gracias a López Facal, pongo esta chirriante cancioncilla como ejemplo ilustrativo: uno venía de Cataluña de servir al rey. No a un Estado.

Pero, como digo, nada tiene sentido cuando uno se enfrenta al acervo mítico-irracional que le han dado de mamar desde la infancia y que ha remachado, una y otra vez, «somosespecialessomosespecialessomosespecialessomosespeciales». Axioma que -al contrario de lo que digan los libros de autoayuda- no es demasiado sano a nivel individual y que, a nivel colectivo, ha conducido siempre al desastre absoluto.

Por supuesto, hay ocasiones en las que uno se topa con una evidencia tan demencial que comienza a mirar con angustia su especialísima picha platino, no vaya a ser de imitación. No es fácil, por ejemplo, vivir en la convicción de que no hay nada como la madre patria de Goethe y Bruniquilda («Arise, arise…«)  o los verdes pastos de Upon-down-Avonshire y toparse con una Nefer Nefer a medio terminar que te hace llorar de purísimo síndrome de Stendhal. O con los mármoles de la Acrópolis. O con la increíble puerta de Ishtar. ¿Qué sensación debió ser, eh? A medio camino entre el puchero, la fascinación y el gatillazo. Hay evidencias tan sobrecogedoras e innegables de que, pichita mía, tú la tienes al menos como todo el mundo, y estamos siendo generosos, que el orgullo pichacortista sólo empuja a una salida: me lo llevo. ¿Por qué? Porque yo lo valgo. Por mi picha platino. Por mí, primero, y por todos mis compañeros. Y por eso, lo pillo, lo desmonto y lo monto. Justo ahí, sí, en los verdes prados de Upon-down-Avonshire o en la madre patria de Goethe.

A nivel civilización, es lo más parecido que uno puede encontrar a ponerse un consolador con arnés.

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Petarda en la puerta de Ishtar, en el Museo de Pérgamo de Berlín.

Pichacortismo (I): Código Matrix elemental

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(Me duelen los ojitos de escribir pero, ¡y mi salud mental! Como me ponga, escribo una tesis. La próxima entrega, en una semana)

Hay algunas -pocas- mentes que merecen por sí mismas un lugar privilegiado en la historia de la calamidad.

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Thomas MIdgley

Por ejemplo, el Papa Juan XXII, que se vio inspirado para equiparar, allá por el siglo XIV; las llamadas prácticas de brujería con la herejía, acercando así un poquito más los infiernos a la tierra durante los siguientes siglos. El funcionario al que se le ocurrió aplicar el sistema de producción industrial al exterminio humano durante la Alemania nazi merece también un lugar de honor en el pódium de la ignominia. Por no hablar, por ejemplo, de humildes pero letales presencias, como la de Thomas Midgley: Midgley fue el primero que pensó en añadir tetraetilo de plomo a la gasolina mientras trabajaba para la General Motors (causando no pocas intoxicaciones en la firma y no poco daño, en general, a la atmósfera). No contento con eso, inventò el gas freón, aplicándolo a refrigeradores, aerosoles y equipos de aire acondicionado: ¿recuerdan ustedes lo de la capa de ozono y los CFC? Pues sí. También se lo debemos a este caballero con pinta de anodino.

Pero ninguno de ellos, ninguna de estas tres pristinas mentes, tuvo un efecto tan terminal en la historia humana como el tipo aquel que, un día, en el albor de los tiempos y meando al lado de otro, se le ocurrió mirar de reojo a su compañero y le susurró, con expresión de extrañeza: «La tuya es muy pequeña, ¿no?».

Ahí, justo en ese preciso instante, queridos chimpancés mutantes, la jodimos. No hubo vuelta atrás: a partir de esa frase surgieron, como de la caja de Pandora, todos los males conocidos por mano humana. Incluidos la brujería como anatema, el diligente funcionario nazi y el mejor químico de su clase.

(Por supuesto, el término pichacortismo puede ser apllicado tanto a hombres como a mujeres, ya que habla de cómo afectan a las estructuras de poder los diversos complejos de inferioridad, sublimados o no)

Una vez uno se hace con la clave del pichacortismo es como hacerse con el código Matrix: se desencripta el mundo. Esa actitud de: «La mía es más grande y mejor/yo soy más grande y mejor» la podemos ver en acción de continuo, allá donde esté presente o en juego algún tipo de cota de poder. Desde lo más típico y evidente -he de tener un mejor coche/telefóno/casa/puesto/móvil/mujer/traje que el que tiene el pringado de al lado, o los he de ir a este restaurante/ club de pádel/destino de vacaciones, que es donde van todos los demás alfas; a las tensiones propias de escenarios dominio: han de reconocerme/ascenderme en el trabajo porque soy el picha platino de aquí, he de ser admirado por mi obra (he de humedecer bragas con mi obra) o el clásico «yo he sido, soy y he de seguir siendo, hasta el final de los tiempos, el rajá de las rajitas»..

«¿Qué pasa? ¿Acaso no soy la mejor pichita del mundo? -ese es el quebranto habitual en los momentos decisivos-. ¡MI MAMÄ ME LO DECÏA!»

O algo así.

Y en efecto, y esa otra de las patas de la cuestión, su mamá se lo decía.

Echen un vistazo a este interesante gráfico:

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Ahí la tienen, la radiografía literal del pichacortismo.

Ante el, digamos, delirio colectivo que parecen estar viviendo los alemanes respecto a las operaciones de alargamiento de pene uno no puede evitar pensar un par de cosas. Primero, que el pichacortimo puede ser colectivo y nacional. Segundo, que así se explican dos guerras mundiales: al fuego alentador de -como decíamos- un complejo de inferioridad sublimado. Nacionalismos y fascismos  no son, de hecho, más que grandes, comunes y vacuos ejercicios de sublimación-pichacortismo -y esta cuestión la continuaremos más adelante-.

Mas significativo aún es que los países que sigan en la gráfica sean de ámbito latino: Venezuela, España, México, Colombia, Italia y Brasil. Países en los que abunda el culto al macho y un modelo de madre fagocitadora-castradora (su mamá, en efecto, les repetía que eran las mejores pichitas del mundo), de corte edípico. La mamma italiana que tenemos todos en mente, en definitiva. 

(Y sí, sé que se ha avanzado muchísimo -¿Increible, eh? Hace medio siglo no podíamos abrir una cuenta de banco nosotras solitas, ¡y miranos! Vaya…-. Pero, a pesar de todas las conquistas, y de toda la concienciación, hay inercias aún muy presentes, puesto que estamos hablando de hábitos de siglos: desde la cosificación que implica la violencia de género hasta micromachismos como el Como una chica).

No soy especialmente freudiana, pero parece como si, antropológicamente, la sociedad hubiera vivido una perenne envidia de pene. Todo se definía ante el ser o no ser varón (con sus distintas luchas de poder en las categorías de picha de platino, oro, plata y bronce de las que estamos hablando). Ser hombre te legitimaba, te daba -literalmente- valor, voz y voto. No es extraño que los entes invisibles que conformaban toda esa masa «no válida» (mujeres) trataran de vindicarse a través de un marido, primero, y un hijo (varón), después. De ambos podía depender, en muchos casos, la supervivencia. Las abuelas de hace no tanto tiempo perdian el sentido, y todos los sabemos, por su niñito. No es, en definitiva, algo tan lejano.

(En un estudio acerca de hábitos a la hora de dar el pecho realizado entre madres italianas, el 66 por ciento de las madres lo hacía con las niñas, mientras que en el caso de los niños la cifra subía hasta el 99 por ciento. Las razones que daban las madres para no amamantar a las niñas era que perdían demasiado tiempo y que era una actividad que las esclavizaba, mientras que los niños debían «crecer fuertes»).

Los tentáculos del pichacortismo se extienden, pues, entre géneros -también como estructuras de poder a imitar-, y contribuyen no poco a los grandes clásicos del machismo. Esa relación edípica inicial está en el núcleo del desarrollo del machismo: las mismas mujeres, durante siglos -y lo que te rondaré morena- han caído en la trampa de la concepción de su género como «transmisoras de pureza» que tan bien se empapó en el Libro y en sus religiones. Durante siglos, en estos lares (en otros, es como si no hubiera pasado el tiempo), se aplicó esta norma de la sublimación de vírgenes y madres -y la defenestración de aquellas que no se adaptaran o rompieran la norma- abundando en el sentido de autocomplacencia en ellas («Esa es una puta, no como yo, no como nosotras») y en la rubricación del sentido de dominio (pichacortismo) en sus compañeros. Además, la obsesión con el modelo ‘blanco’ de mujer no sólo era una forma de asegurar hijos legítimos, sino que llevaba implícito un jugosísimo acuerdo de sumisión y dependencia, en un modelo social que implantó, con éxito pasmoso, lo que podríamos llamar «esclavitud de convención» (y convicción). matrixok